Desde primera hora, la poesía de Claudio Rodríguez fue atendida con cuidadoso escrúpulo y con fértil orientación por críticos y poetas que supieron captar la especial trascendencia de su lenguaje y de los temas que la configuraban. Todos sabemos la singular predilección de Vicente Aleixandre por el poeta desde que aquél leyese -quizás antes que nadie- los versos de Don de la ebriedad. Corrían los primeros años cincuenta, años en que el realismo social imantaba buena parte de la poesía en lengua española, y la voz de Claudio se alzaba distinta sobre todas en aquel poema irrepetible, entusiasmado y lleno de hybris juvenil que era Don de la ebriedad. Poco después, concretamente en 1959, Carlos Bousoño es quien por vez primera cifra claves y ejes mayores del poeta. En un artículo publicado en el número 27-28 de la revista Cuadernos de Ágora, titulado “Ante una promoción nueva de poetas”, ya traza Bousoño la singularidad de una poesía que, sin desdecirse de ellos, se aparta desde el principio de los patrones que identifican la poesía de otros coetáneos (realismo, intimismo, tensión estilística), según declara el propio crítico.

Si interesa citar aquí a Bousoño, que enseguida marcaría también la diferencia en el panorama hermenéutico de entonces con su ensayo Teoría de la expresión poética (1952), es porque fue él mismo de nuevo quien en 1971 dedicaría un detenido ensayo clarificador a Claudio Rodríguez (“La poesía de Claudio Rodríguez”), que pone al frente de la edición de toda su poesía, hasta entonces constituida por tres títulos: Don de la ebriedad, Conjuros y Alianza y condena, en la colección de Plaza & Janés que por entonces se preocupó de publicar la obra en marcha de poetas contemporáneos. Fue en ese extenso estudio que precedía a los poemas donde Bousoño sitúa la poesía de Claudio Rodríguez dentro de los caracteres de su generación a la vez que hace notar de manera razonada los rasgos peculiares de una poesía que él reivindica como la más original de cuantas estaban bullendo en aquel momento: “Cuando leemos la obra de Claudio Rodríguez –dice Bousoño en el citado trabajo- nos cuesta trabajo, en cambio, reconocerla como llevada por la misma corriente que arrastra a la de los otros poetas”.

Entrados los sesenta, fue José Olivio Jiménez otro de los críticos de mirada sagaz, capaz de centrar en presupuestos teóricos la obra del poeta en un primer ensayo sobre Alianza y condena, que serviría de detonante para posteriores acercamientos. Más adelante, en 1984, ya fraguada la parte esencial de su poesía, José Olivio Jiménez publicaría “Para una antología esencial de Claudio Rodríguez” en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, donde quedan decantados los rasgos mayores, ya persistentes, de la dicción singular y del pensamiento del poeta.

A pesar de que otras voces críticas de primera hora –José Luis Cano, Guillermo Díaz-Plaja, Biruté Ciplijaukaisté- se fijaron en la importancia de su palabra decisiva, fueron Bousoño y Jiménez, con quienes Claudio mantendría amistad personal hasta el final, quienes supieron comprender desde un primer momento, con afán esclarecedor, el alcance poderoso de esta obra de apariencia realista pero, al decir de ellos, de una sostenida e irrebatible capacidad de trascendencia; o, en palabras de Bousoño referidas a los poemas de Conjuros pero que podría extenderse a toda su poesía, de un “realismo y costumbrismo [que] quedan como trascendidos, transfigurándose en su opuesto: una consideración universal, sobrepasadora de cualquier concreción”. Posteriormente, ya mediados los años setenta, el aluvión de estudios y aproximaciones críticas crece sin tregua. Más allá de acercamientos académicos –tesis, tesinas, monografías de ámbito universitario, también en lenguas extranjeras-, menudean los análisis de su poesía, siempre presididos por un sello de admiración hacia ella que parece contagiarse a gran velocidad. Es en esos momentos cuando comienza a asentarse el grupo poético en el que se incluye a Claudio Rodríguez; consecuentemente, comienzan a aparecer las primeras antologías de anclaje –a veces tan perniciosas por lo que tienen de coagulantes, de excluyentes- como las de García Hortelano y Antonio Hernández, ambas de 1978. En ellas, el nombre de Claudio Rodríguez aparece como uno de los fundamentales de su generación, rebasando ya desde entonces la cota generacional para considerarse unánimemente como uno de los líricos más importantes que ha dado –al menos- el siglo XX en nuestra lengua.

Una nueva leva de críticos, por lo general más jóvenes y con las referencias propias de las nuevas visiones del lenguaje poético propiciadas por las corrientes y teorías estructuralistas y post-estructuralistas, entró en la poesía de Claudio Rodríguez a partir de los años ochenta, en plena madurez creadora del poeta, que ya había publicado en 1976 su último libro por aquel entonces, El vuelo de la celebración. A la luz de nuevas interpretaciones pero también con la oportunidad de poder valorar una obra que ya contaba con suficiente horizonte (respaldado, además, por los estudios precedentes), la crítica renovada –de la que por cierto forman parte también poetas de distintas edades y tendencias: Gimferrer, Jaime Siles, Aníbal Núñez, Miguel Casado, José-Miguel Ullán, Juan Carlos Suñén, Pedro Provencio…- persiste en torno a la obra de Claudio Rodríguez durante la década de los ochenta con una nueva meticulosidad. Cuatro son los críticos que fijan ahora con rigor encomiable la trayectoria del poeta, concebida ya como sistema. Philip W. Silver, que en 1981 propone con audacia un sesgo decididamente surreal para la poesía de Claudio Rodríguez en “Claudio Rodríguez o la mirada sin dueño”, la extensa introducción a una antología del autor en la editorial Alianza; Ángel Luis Prieto de Paula, que publica La llama y la ceniza (1989), fruto de su tesis doctoral sobre el poeta, y que es el arranque de un interés posterior por la escritura de Claudio, que dura hasta hoy;Dionisio Cañas, que en Poesía y percepción, resultado también de su tesis doctoral, analiza la poesía de Rodríguez (“La mirada auroral: la poesía de Claudio Rodríguez”) en contraste con la de Brines y la de Valente desde presupuestos fenomenológicos, además de trazar una primera biografía del poeta en un texto lleno de impagable cercanía (Claudio Rodríguez, Júcar, 1989) y, por fin, el más joven de los cuatro, Luis García Jambrina, cuyas aportaciones más importantes corresponden a la década de los 90 pero que ya se estrena ahora con detenidas aproximaciones sobre el ritmo y la función de la oralidad en la poesía del escritor zamorano.

En este decenio, además, se consolida el interés del hispanismo norteamericano por la poesía de Claudio. C.A. Bradford, A.S. Bruflat, A.P. Debicki, M.J. Demel, I.B. Hodgson, N.B. Mandlove, M.L. Miller o M.H. Person, entre otros, dedican un buen número de estudios desde las diversas perspectivas críticas en boga a su poesía.

En los años 90, que terminan con la desgraciada desaparición del poeta en julio de 1999, continúan sucediéndose innumerables enfoques críticos en forma de aluvión: libros, tesis, revistas monográficas, antologías… Además de los aludidos ensayos de García Jambrina (De la ebriedad a la leyenda. La trayectoria poética de Claudio Rodríguez y Claudio Rodríguez y la tradición literaria, ambos de 1999) y de nuevas aportaciones de Prieto de Paula (“La noche solar de Claudio Rodríguez” en La lira de Arión... y en Claudio Rodríguez: visión y contemplación…), surgen por todas partes manifestaciones de críticos y de poetas que, en distinto tenor, se suman al reconocimiento de la poesía de Claudio Rodríguez como una de las muestras más sólidas y emocionantes de la lírica en lengua española. Juan José Tarín, William Michael Mudrovic, Túa Blesa, Antonio García Berrio, Ángel Rupérez o Juan José Lanz han esclarecido de distintos modos una escritura que ya se ha convertido en obra completa a partir de 1991, con la publicación de su último libro, Casi una leyenda.

Tras la desaparición del poeta, la consideración de su poesía no ha hecho sino afirmarse aún más. La profesora Teresa Hernández Fernández ordena y edita La contemplación viva. Ensayos críticos sobre Claudio Rodríguez; Luis García Jambrina, publica en edición facsimilar Aventura, el libro inconcluso del poeta Fernando Yubero publica su estudio La poesía de Claudio Rodríguez: la construcción del sentido imaginario. Luis Ramos de la Torre hace una singular tesis doctoral sobre la vinculación de la poesía de Claudio al pensamiento de Ortega y, en fin, se le dedican jornadas y encuentros en diversos foros.

En Zamora se constituye el Seminario Permanente Claudio Rodríguez, destinado a reunir junto al archivo del poeta todo el material bibliográfico, fonográfico o visual que le afecta así como a promover jornadas de estudio sobre su escritura; asimismo, el Seminario funda la revista anual “Aventura”, única publicación monográfica sobre un poeta en lengua española. Es de rigor resaltar que uno de los empeños de este Seminario es el difundir la poesía de Claudio Rodríguez en otras lenguas, supuesto que no hay suficiente obra traducida; primer resultado ha sido la aparición en la editorial Hiperión de Cinco poemas, traducidos simultáneamente en ocho lenguas distintas.