[…] Tenía entonces el poeta diecinueve años, y era un estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid. Una juventud recién estrenada, que había crecido en el abierto campo zamorano, escuchando el raudo sonar del Duero, bebiendo aire alto y puro, rompía a cantar con una voz segura, muy densa de savias y aromas. Don de la ebriedad era un solo y largo poema, estremecido de amor a la luz, al aire, al campo libre y virgen. Lo que sorprendía en aquella poesía de juventud era su cuerpo tenso y desnudo, enteramente horro de la retórica al uso, el poema tremendista que encubre vaciedad o el soneto redicho o artificioso. Arriesgándose al peligro de la monotonía, Claudio Rodríguez escribió todo su poema en endecasílabos libres o asonantados. Pero su canto era tan natural y tan verdadero, que el halago de la rima nada tenía que hacer allí. El poema se bastaba a sí mismo en su verdad desnuda y estremecida.
[…] Con este segundo libro, Conjuros, Claudio Rodríguez ha confirmado plenamente las esperanzas que pusimos en él cuando publicó Don de la ebriedad. Es un poeta de cuerpo entero, y su poesía, tierna y alacre, posee olor y sabor, como un pan crujiente de honda levadura que destella luz y savia verdaderas.