En 1969, el crítico norteamericano Philip W. Silver publica en la revista “Ínsula” un artículo sobre la que llama “Generación Rodríguez-Brines” y donde ya apunta al poeta zamorano como objeto preferente de su interés. Será luego en “La mirada sin dueño”, extenso estudio introductorio a Antología poética (Ed. Alianza, 1988), revisado posteriormente por su autor, cuando Philip Silver se detendrá en esta poesía con más atención y desde una nueva óptica que no descarta la presencia persistente de componentes surreales; y ello a tal punto que –dice Silver en este texto- “hasta que no se desvele su filiación rimbaudiana-surrealista permanecerá inédita la verdadera originalidad de su poesía”.
Abundando en ese punto de partida, Silver acepta sólo el automatismo psíquico como factor común que puede relacionar al primer libro de Claudio Rodríguez con Rimbaud (descartados otros factores como la temática y la métrica, tan distantes en ambos), como ya habría intuido Bousoño cuando en 1971 establece los rasgos mayores de esta poesía. Silver se detiene a explicar cómo el proceso metafórico de Claudio Rodríguez derivaría de aquella “metáfora continuada” de corte irracional empleada por los surrealistas, y en la que lo determinante para asociar unas palabras a otras no era tanto el sentido como asociaciones fonéticas y asociaciones “estereotipadas”, emanaciones propias del mundo interior del autor. En Claudio Rodríguez eso entraría en concordancia con el hecho de que el referente de su poesía no será exactamente la realidad sino “un momento ideal, inefable, que antecede a la constitución de la misma”, lo que permite comprender que el mundo verbal del poeta no se atenga tanto a la razón como a la visión, al efecto de una revelación difícil de precisar con un lenguaje que no sea pre-lógico y en los umbrales de un proceso surrealista “ma non troppo”, para decirlo con las palabras de Silver.
Tan interesante como el punto anterior es el epígrafe que Philip Silver dedica a la importancia del silencio, de la mudez en el poeta como síntoma de lo inefable. Una “esencial mudez” que hace pensar que la vertiente alegórica de esta poesía sea sólo, en última instancia, alegoría de la distancia colosal entre la palabra y la cosa, de la imposibilidad de una identificación entre ambas que lleva siempre al fracaso –incluido el silencio- en la expresión poética, fracaso extendido por otra parte a la desmoralización progresiva del discurso, que ve anulada la posibilidad de llegar al Ser por factores extraños que encubren la posibilidad de ese desvelamiento, sean estos factores la religión, el progreso, la costumbre o la política, tal como lo plantea Silver: “Cualquier cosa, dice el crítico, excepto el agapé y el eros, de cuantas puedan suministrar una razón de ser, por muy consoladora que sea, es considerada una engañifa”
Se complementaría esta búsqueda de la revelación del Ser en la poesía de Claudio Rodríguez con la convicción de que sólo la vida y cualquier manifestación suya se cumple totalmente entre los demás. Esta perspectiva otorga esa dosis de responsabilidad moral que hace considerar la obra de Claudio como “profunda poesía ontológica”, según lo expresa Silver, pero a la vez arraigada en un ideal de solidaridad humana “cuya imagen en miniatura es la familia”, ideal “casi imposible de verse realizado en este mundo. No otro es el leit motiv de todo el libro titulado Alianza y condena”.
Las sucesivas aproximaciones del crítico norteamericano a la poesía de Claudio han seguido este itinerario, quizás sin hacer tanto énfasis en los valores surreales de esta poesía. “Todo misterio”, titulaba Silver una reseña de 1991 en la que se ocupaba de Casi una leyenda y donde, en poco espacio, le daba tiempo sin embargo a dar apuntes suficientes sobre el poema “Calle sin nombre”, que abre este libro, y en el que se sigue observando la búsqueda del Ser, que “está mal repartido, arriba sobra, aquí abajo escasea, y el poeta (místico) juega a pegar saltitos a ver si llega donde está ese Ser (…) parousia, que lo envuelve y sostiene todo, es invisible-inefable y el poeta sólo intuye su (toda-) presencia”.
Philip W. Silver ha seguido, pues, comprendiendo hasta el final el corpus poético de Claudio Rodríguez como un ejercicio ontológico de alta coherencia y lleno de interrelaciones que dan sentido último a aquellos primeros versos de 1953: “Siempre la claridad viene del cielo”