No era tan sencillo. No era tan claro. He aquí todo, palabra por palabra: “¿Por qué quien ama nunca / busca verdad, sino que busca dicha? / ¿Cómo sin la verdad / puede existir la dicha?”. Y, sin embargo, él, que iba a su aire, dejaba que un entorno, todavía de corte aleixandrina, simplificara las preguntas, las palabras y las cosas, reduciendo el misterio y el temblor a un divertido anecdotario. ¡Allá ello!
Pero no es menos sencillo ni menos claro que la poesía de Claudio Rodríguez brote del puro miedo, acentuado por un remordimiento difuso y obsesivo. Canta para darse ánimos, para soñar con ser parte algún día de esa intocable sutura que hace de puente movedizo entre nuestros sentidos y las cosas. Y, en lo suyo, es tajante: “Miserable el momento si no es canto”.
¿Anécdota, a mi vez? Ojalá que algo más. En los últimos tiempos, a la hora flexible del aperitivo, he visto con frecuencia a un hombre lento que, cabizbajo y solo, entraba con extraña rapidez en un bar, se dirigía al fondo y, de pie, se tomaba un vinito en la barra; luego, al salir, siempre le daba una limosna a un barbudo menesteroso que hacía ademán de abrir la puerta abierta. Era Claudio Rodríguez, ánima andante y gran poeta.