La aparición literaria de Claudio en 1953, en plena adolescencia, con “Don de la ebriedad”, fue no solo la revelación de una poesía distinta y deslumbrante, sino la primera presencia confirmada de la que sería después llamada generación del 50. Es una de las muy escasas poesías, en nuestro tiempo, en que la voz del poeta se hace cántico. Y es la celebración de la vida, en sus componentes más puros: el misterio afirmado de la Naturaleza y la emoción de la presencia de la inocencia humana, lo que le da a esta poesía su más hondo acento religioso. Y si hay alianza, y alto vuelo, en la mirada poética de Claudio Rodríguez, también hay condena de nuestra miseria. Pero lo que queda en nosotros, tras la lectura de esta poesía tan confortadora, es una renovadora aspiración a mostrar al hombre y al mundo con más hondo amor. Una poesía, además, que refleja fielmente las estancias mejores de la entrañable persona que las escribe.
[…] También con su carga de desvalimiento habitó en la poesía, sabiendo que sólo en ella, no importa de dónde se alimentara, podría encontrarse la salvación. Intentó, desde la contemplación del mundo y de la vida, un acercamiento al misterio, y quiso que lo pudiéramos recibir, en la experiencia de la escritura, como conocimiento. Había que partir de lo oscuro para alcanzar la claridad, y lo hacía con palabras que recogía de los labios de su pueblo. Claudio, desde su ética, valoraba la sencillez, y él era sencillo, y en su poesía había una aspiración a la pureza, y él era puro de corazón.